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Academia SÓCRATES
Odio a aquél ciudadano que derrocha lentitud a la hora de ayudar a su patria pero que es rápido a la hora de hacer daño y sacar provecho para sí mismo.
Aristófanes,  escritor griego.  Atenas, 444-385 a.Xto.
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Busto de Sócrates

Apología de Sócrates,
de Jenofonte.


Actitud de Sócrates ante su defensa

Creo que merece la pena recordar con qué actitud deliberada reaccionó Sócrates, cuando fue citado a juicio, tanto en lo relativo a su defensa como ante su muerte. Es verdad que otros han escrito ya sobre ello, y todos han coincidido en la altanería de su lenguaje, lo que demuestra que realmente se expresó así, pero no dejaron bastante clara una cosa: Sócrates había llegado a la conclusión de que para él en aquel momento la muerte era ya preferible a la vida; esta omisión hace que la altanería de su lenguaje parezca bastante insensata.

Sin embargo, lo que ha contando sobre él su compañero Hermógenes, hijo de Hipónico, explica que su lenguaje altanero se correspondía con su manera de pensar. En efecto, al ver que hablaba de toda clase de temas más que de su juicio, le preguntó: «¿No deberías examinar, Sócrates, los argumentos de tu defensa?». Y Sócrates de entrada le respondió: «¿No crees que me he pasado la vida preparando mi defensa?». Y al preguntarle él: «¿Cómo es eso?», le respondió: «Porque a lo largo de toda mi vida no he cometido ninguna acción injusta, y esto es precisamente lo que yo considero la mejor manera de preparar una defensa».

Al preguntarle Hermógenes de nuevo: «¿No ves cómo a menudo los tribunales atenienses, dejándose arrastrar por discursos persuasivos, condenan a muerte a personas inocentes y cómo, en cambio, otras veces absuelven a culpables, porque se sienten compadecidos o porque son adulados por sus discursos?». «Pero, ¡por Zeus!, respondió Sócrates, «es que dos veces que intenté examinar mi defensa se me opuso el genio divino».

Y como él, por su parte le contestara: «¡Qué cosas más raras dices!», Sócrates le respondió, a su vez: «¿Te parece raro que también la divinidad crea que para mí es mejor que muera ahora? ¿No sabes que hasta el momento presente a nadie le reconocería haber vivido mejor que yo? Y, lo que todavía es más agradable, yo tenía conciencia de haber vivido toda mi vida en la piedad y en la justicia, de modo que, sintiendo por mí mismo una gran estima, me daba cuenta de que los que me frecuentaban experimentaban hacia mí el mismo sentimiento. En cambio ahora, si sigue prolongándose mi edad, sé que tendré que pagar el tributo a la vejez: ver peor, oír con más dificultad, ser más torpe para aprender y más olvidadizo de lo que aprendí. Ahora bien, si soy consciente de mi decrepitud y tengo cosas que reprocharme a mí mismo, ¿cómo podría seguir viviendo a gusto?».

Y Sócrates seguía diciendo: «E incluso puede ocurrir que la divinidad en su benevolencia me esté proporcionando no sólo el momento más oportuno de mi edad para morir, sino también la ocasión de morir de la manera más fácil. En efecto, si ahora me condenan, es evidente que tendré la forma de muerte considerada más sencilla por quienes se ocupan del tema y la menos engorrosa para mis amigos, y la que, además, infunde mayor añoranza hacia los muertos, pues el que no deja ningún recuerdo vergonzoso o penoso en el ánimo de los presentes, sino que se extingue con el cuerpo sano y con un alma capaz de mostrar afecto, ¿cómo no va a ser digno de añoranza? Con razón los dioses se oponían entonces a la preparación de mi discurso de defensa, cuando nosotros creíamos que había que buscar escapatorias por todos los medios. Porque si lo hubiera conseguido, es evidente que, en vez de terminar ya mi vida, me habría preparado para morir afligido por las enfermedades o la vejez, a la que afluyen todas las amarguras, con absoluta privación de alegrías. ¡No, por Zeus!».

 

Inocencia de Sócrates

 «Hermógenes —contaba que les habia dicho Sócrates—, no seré yo quien esté deseoso de tal situación, sino que, si disgusto a los jueces exponiéndoles todas las ventajas que creo haber obtenido de los dioses y de los hombres, así como la opinión que tengo de mí mismo, en ese caso antes elegiré morir que seguir viviendo servilmente, mendigando el beneficio de una vida mucho peor que la muerte».

Hermógenes contaba que con estas ideas, una vez que le acusaron sus adversarios en el juicio de no creer en los dioses de la ciudad, sino que trataba de introducir nuevas divinidades y corrompía a la juventud, compareció ante el jurado y dijo: «Me sorprende, jueces, que Meletos afirme que no creo en los dioses de la ciudad y no sé en qué opinión basa esa afirmación, pues tanto los que se encontraban presentes como el propio Meletos, si lo deseaba, podían verme cuando hacía sacrificios en las fiestas de la ciudad y en los altares comunales».

 «Y en cuanto a nuevas divinidades, ¿cómo podría introducirlas al decir que una voz divina se me manifiesta para darme a entender lo que debo hacer? Pues también los que utilizan los gritos de los pájaros y las palabras humanas apoyan en voces sus conjeturas. ¿Discutiría alguien que los truenos sean voces o un presagio muy importante? Y la sacerdotisa que tiene su sede en su trípode de Delfos, ¿no comunica también ella los oráculos del dios por medio de la voz? Es cierto que todos saben y creen que la divinidad conoce el futuro y lo anuncia a quien quiere, igual que yo lo digo».

 «Pero mientras ellos llaman augurios, voces, encuentros fortuitos y adivinos a los que les dan advertencias, yo a eso lo llamo genio divino, y pienso que al llamarlo de esta manera me expreso con mayor verdad y más piadosamente que los que adjudican a las aves el poder que tienen los dioses. Y ésta es la prueba de que no miento contra la divinidad: habiendo anunciado a muchos amigos míos las advertencias de la divinidad, en ningún caso resultó que me había equivocado».

Y como, al oír estas palabras, los jurados se ponían a protestar, unos desconfiando de sus afirmaciones y envidiosos otros de que también de los dioses obtuviera mayores favores que ellos, Sócrates había seguido diciendo —según contaba Hermógenes—: «Ea, escuchad también otra cosa, para que quienes de entre vosotros lo deseen desconfíen todavía más del favor con que he sido honrado por los dioses. Un dia que Querefonte acudió al oráculo de Delfos para interrogarle acerca de mí, en presencia de muchos testigos le respondió Apolo que ningún hombre era ni más libre, ni más justo, ni más sabio que yo».

Como, naturalmente, los jurados todavía alborotaban más ante esta respuesta, Sócrates habló de nuevo y dijo: «Sin embargo, señores del jurado, el oráculo divino dijo cosas más importantes sobre Licurgo, el legislador de Lacedemonia, que sobre mí, pues se cuenta que al entrar en el templo se diriglo a él diciéndole: "Me pregunto si debo llamarte dios u hombre". A mí no me comparó con un dios, pero juzgó que destacaba mucho sobre el resto de los hombres».

 «Sin embargo, no por ello tenéis vosotros que creer al dios por las buenas, sino que debéis examinar cada uno de los elogios que hizo de mí. En efecto, ¿a quién conocéis que sea menos esclavo que yo de las pasiones del cuerpo? ¿Qué hombre veis que sea más libre que yo, que no recibo de nadie regalos ni salario? ¿A quién podríais considerar razonablemente más justo que al que vive acomodado a lo que tiene y no necesita ningún bien ajeno? Y en cuanto a sabio, ¿cómo se podría con razón negar que lo es un hombre como yo, que desde que empecé a comprender lo que se decía nunca dejé, en la medida de mis posibilidades, de investigar y aprender todo lo bueno que pude? Y de la eficacia de mis esfuerzos, ¿no os parece que también es una prueba el hecho de que muchos ciudadanos que aspiran a la virtud, y también muchos forasteros, me prefieran a mí entre todos para ser mis discípulos?».

 «¿Cuál diríamos que es el motivo de que, a pesar de saber todos que en absoluto podría corresponder, por falta de dinero, sin embargo, muchos estén dispuestos a hacerme algún regalo? ¿O el hecho de que nadie me reclame el pago de algún favor y, en cambio, muchos reconozcan que me deben gratitud? ¿O que, durante el asedio, mientras otros se compadecían por su suerte, yo no vivía con más apuros que cuando la ciudad gozaba de mayor prosperidad? ¿O por qué los otros se procuran en el mercado bocados exquisites a muy alto precio, mientras yo me ingenio de mi alma placeres más agradables que ellos sin ningún gasto? Y si nadie verdaderamente podría refutarme nada de cuanto he dicho de mí mismo, alegando que miento, ¿cómo no sería elogiado en justicia tanto por los dioses como por los hombres?».

 «Aún más, Meletos, ¿tú afirmas que corrompo a los jóvenes con esta conducta? Todos sabemos sin duda qué clase de corrupciones afectan a la juventud; dinos entonces si conoces a algún joven que por mi influencia se haya convertido de pío en impío, de prudente en violento, de parco en derrochador, de abstemio en borracho, de trabajador en vago, o sometido a algún otro perverso placer».

 «¡Por Zeus! —dijo Meletos—, yo sé de personas a las que has persuadido para que te hicieran más caso a ti que a sus padres».

 «Lo reconozco —contaba Hermógenes que había dicho Sócrates—, al menos en lo que se refiere a la educación, pues saben que me he dedicado a ello. Pero en cuestión de salud las personas hacen más caso de los médicos que de sus padres, y en las asambleas prácticamente todos los atenienses atienden más a los oradores que hablan con sensatez que a sus parientes. Además, ¿no elegís también como generales, antes que a vuestros padres y a vuestros hermanos, incluso, ¡por Zeus!, antes que a vosotros mismos, a quienes consideráis más entendidos en materias bélicas?».

 «Así es, Sócrates —dijo Meletos—, porque así conviene y es la costumbre»

 «Pues en ese caso —le dijo Sócrates—, ¿no te parece también extraño que, mientras en las demás actividades los que destacan en ellas no sólo alcanzan igual participación, sino que reciben honores preferentes, yo, en cambio, porque algunos me consideren el mejor en lo que es el mayor bien para los hombres, me refiero a la educación, me vea acusado por ti en un proceso con pena de muerte?».

Es evidente que se dijeron muchas más cosas, tanto por parte de Sócrates como de los amigos que hablaron en su defensa, pero yo no me empeñé en contar todo lo que se dijo en el proceso; me conformé con hacer ver que Sócrates se preocupó de dejar claro, por encima de todo, que no había cometido ninguna impiedad con los dioses ni injusticia con los hombres; y en cuanto a morir, él no creía que debía suplicar para evitarlo; más bien pensaba que era un buen momento para terminar su vida. Que ésa era su manera de pensar se puso en evidencia cuando la votación resultó negativa, pues, en primer lugar, cuando se le invitó a fijar la pena, no quiso hacerlo personalmente ni permitió que la fijaran sus amigos, porque —afirmó— el hecho de fijar su pena equivaldría a reconocerse culpable. En segundo lugar, cuando sus amigos quisieron sacarlo de la cárcel furtivamente, no lo consintió, incluso pareció burlarse de ellos al preguntarles si conocían algún lugar fuera del Ática inaccesible a la muerte.

Cuando terminó el juicio, dijo Sócrates: «Pues bien, señores, quienes instruyeron a los testigos haciéndoles ver que debían testimoniar con perjurio contra mí y los que se dejaron sobornar por ellos deben ser conscientes de haber cometido un grave delito de impiedad y una gran injusticia. En cuanto a mí, ¿por qué me voy a sentir menos orgulloso que antes de mi condena, puesto que no he sido convicto de haber cometido ninguno de los delitos de que me acusaron? Nunca se me ha visto, en efecto, haciendo sacrificios a nuevos dioses en vez de hacerlos a Zeus, Hera y los dioses que les acompañan, ni jurando ni reconociendo a otros dioses. Y en cuanto a los jóvenes, ¿cómo podría corromperlos acostumbrándolos a una vida de dureza y frugalidad? En lo que se refiere a los delitos castigados con la pena de muerte, el saqueo de templos, el robo con escalo, la esclavitud de un hombre libre, la traición al Estado, ni siquiera mis propios adversarios me imputan ninguno de ellos. Por ello me pregunto con asombro cómo pudo pareceros que yo había llevado a cabo una acción digna de muerte».

 

Actitud de Sócrates ante la injusta condena

 «Sin embargo, tampoco por el hecho de morir de forma injusta debo tener menos alta la cabeza, porque la vergüenza no es para mí, sino para quienes me condenaron. Me consuela todavia el recuerdo de Palamedes, que murió de manera muy semejante a la mía. Aun ahora sigue inspirando cantos mucho más hermosos que Odiseo, que injustamente ocasionó su muerte. Sé que también testimoniarán en mi favor el futuro y el pasado, haciendo ver que jamás hice daño a nadie ni volví peor a ninguna persona, sino que hice el bien a los que conversaban conmigo, enseñándoles gratis todo lo bueno que podía».

Después de pronunciar estas palabras se retiró con semblante, actitud y paso sereno, muy de acuerdo con las palabras que acababa de pronunciar. Pero al darse cuenta de que sus acompañantes estaban llorando, dijo: «¿Qué es eso? ¿Ahora os ponéis a llorar? ¿Acaso no sabéis que desde mi nacimiento estaba condenado a muerte por la naturaleza? Si muriera de forma prematura en medio de una inundación de bienes, es evidente que tendría que lamentarme, y conmigo, mis amigos, pero si libero mi vida de las amarguras que me esperan, creo que todos debéis congratularos pensando que soy feliz».

Un tal Apolodoro, amigo apasionado de Sócrates, pero persona simple por lo demás, dijo: «Lo que peor llevo, Sócrates, es ver que mueres injustamente». Y entonces Sócrates, según se cuenta, le respondió, acariciándole la cabeza: «¿Preferirías entonces, queridísimo Apolodoro, verme morir con justicia?», y al mismo tiempo le sonrió.

Se cuenta también que, al ver pasar a Anitos, dijo: «Ahï teneis a ese hombre lleno de orgullo, convencido de que ha llevado a cabo una hazaña grande y noble con hacerme morir porque, al ver que la ciudad le honraba con las mayores distinciones, dije que no debía educar a su hijo en el oficio de curtidor. ¡Pobre desgraciado, que no sabe, al parecer, que aquel de nosotros dos que haya dejado hechas las obras más útiles y más hermosas para siempre, ése será el vencedor

 «Pero —siguió diciendo— tal como Homero ha atribuido a algunos de sus personajes la capacidad de pronosticar el porvenir en el momento de su muerte, también yo quiero hacer una profecía. Tuve una breve relación con el hijo de Anitos y me pareció que no era de espíritu débil; creo que no permanecerá en la vida servil que su padre preparó para él, sino que, por no tener níngún consejero diligente, caerá en alguna pasión vergonzosa y llegará lejos en la carrera del vicio».

Y no se equivocó con estas palabras, pues aquel muchacho le tomó gusto al vino y no dejaba de beber ni de día ni de noche, y al final no fue de ninguna utilidad para nadie, ni para su ciudad, ni para sus amigos, ni para sí mismo. En cuanto a Anitos, por la mala educación dada a su hijo, y por su propia falta de juicio, incluso después de muerto conserva su mala reputación.

Al ensalzarse a sí mismo ante el tribunal, Sócrates despertó el odio de los jueces y los impulsó más aún a votar su condena. Por mi parte, creo que ha alcanzado un destino grato a los dieses, pues abandonó lo más duro de la vida y encontró la más fácil de las muertes. Demostró así la fortaleza de su espíritu, pues cuando se dio cuenta de que para él era preferible morir a seguir viviendo, lo mismo que no se opuso a los otros bienes de la vida, tampoco se acobardó ante la muerte, sino que la aceptó y la recibió con alegría.

Por mi parte, cuando pienso en la sabiduría y nobleza de espíritu de aquel hombre, no puedo dejar de recordarlo y, al acordarme de él, no puedo dejar de elogiarle. Si alguien de los que aspiran a la virtud tuvo trato alguna vez con una persona más beneficiosa que Sócrates, tal hombre debe ser tenido por muy feliz.

(Jenofonte, Apología de Sócrates)



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