En
medio de la cruel falta de datos históricos fehacientes de que se dispone
para el estudio de los orígenes de la filosofía de Platón y Aristóteles,
hay, sin embargo, un hecho inconcuso, a saber: que dicha filosofía está
vinculada, en sus orígenes, a la obra de Sócrates, y que esta obra
representa, a su vez, un decisivo punto de inflexión en la trayectoria
intelectual del mundo griego y de todo el pensamiento europeo. Pero la
obra de Sócrates se halla, a su vez, envuelta, más que en la oscuridad,
casi en el anominato de sus discípulos inmediatos. Sólo poseemos el
testimonio directo de Platón, Aristóteles y Jenofonte, los tres en función
más bien de su peculiar objetivo. Como ocurre con la obra de los pre-socráticos,
de la de Sócrates sólo conocemos su reflejo en Platón y Aristóteles.
Por lo cual, todo intento de representar positivamente y de un modo
directo el cuadro completo de su modo de pensar tiene que reemplazarse por
la tarea, más modesta, pero única asequible, de tratar de averiguar cuáles
pudieron ser algunas de las dimensiones de su obra que hayan podido dar
lugar a la reflexión de Platón y Aristóteles. La interpretación de Sócrates
pende, en última instancia, de una interpretación del origen de la
filosofía de la Academia y del Liceo. Ambas cuestiones son casi
sustancialmente idénticas. Lo propio debe decirse de casi toda la filosofía
pre-socrática.
Los testimonios más antiguos convienen todos en que Sócrates no se ocupó
sino de ética, y que introdujo el diálogo como método para llegar a
averiguar algo universal acerca de las cosas. Se han dado mil
interpretaciones de estos testimonios. Para los unos, Sócrates fue un
intelectual ateniense, mártir de la ciencia; para los otros, se consagró
sólo a problemas éticos. Pero mientras en ambas concepciones Sócrates
aparece como un filósofo, en otras se presenta tan sólo como un hombre
animado de un deseo de perfección personal, sin el menor ribete de
filosofía.
En cambio, es evidente que Platón, en cualquiera de esas tres dimensiones
hipotéticas, continúa a Sócrates, y Aristóteles a Platón. La filología
moderna se ha visto precisada, es verdad, a introducir importantes
retoques en este cuadro, cuando se quiere descender a los detalles. Sin
embargo, el hecho permanece.
Pero esto no significa forzosamente que haya de concebirse
la línea "Sócrates-Platón-Aristóteles"
como un trazo continuo.
Cabría modificar levemente la imagen geométrica de una trayectoria sustituyéndola
por la de un haz cuyo centro se encontrara en Sócrates mismo. Aristóteles,
más que continuación de Platón, es un replanteo de los problemas filosóficos
desde la raíz misma de donde Platón los tomaras Si se quiere hablar de
continuación, es, más que nada, la continuación de una actitud y de una
preocupación antes que de la de un sistema de problemas y conceptos.
Claro está que ra continuidad de la actitud implica también la comunidad
parcial de sus problemas y la consiguiente discusión de puntos de vista.
Pero lo primario es, en Aristóteles, este esfuerzo con que repite a
limine el esfuerzo intelectual de Platón. Y, a su vez, Platón repite el
esfuerzo intelectual que ha aprendido de su maestro Sócrates, partiendo
de la raíz misma de que partió la reflexión socrática. Sócrates, Platón
y Aristóteles son más bien, como decía, los tres rayos de un haz que
emergen de un punto finito de la historia. Lo interesante es precisar la
posición de dicho punto. Lo que Sócrates introduce en Grecia es un nuevo
modo de Sabiduría. Esto necesitaría larga explicación. La índole de
este artículo me autoriza a aportar solamente alguna idea general. Para
ello es menester fijar de una manera precisa qué es eso que se ha llamado
filosofía pre-socrática. Lo cual exige, a su vez, algunas ideas previas
acerca de la interpretación histórica de una filosofía.
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I LOS SUPUESTOS DE UNA FILOSOFÍA
Toda filosofía tiene a su base, como supuesto suyo, una cierta experiencia.
Contra lo que el idealismo absoluto ha pretendido, la filosofía no nace
de sí misma. Y ello, en varios sentidos: primeramente, porque sí así
fuera, no sería explicable que la filosofía no hubiera existido plena y
formal en todos los ángulos del planeta, desde que la humanidad existe;
en segundo lugar, porque la filosofía muestra un elenco variable de
problemas y de conceptos; finalmente, y, sobre todo, porque la posición
misma de la filosofía dentro del espíritu humano ha sufrido sensibles
oscilaciones. Tendremos ocasión, en este mismo estudio, de apuntar cómo,
en efecto, la filosofía, que en sus comienzos pudo designar algo muy próximo
a la sabiduría religiosa, por ocuparse de las ultimidades hondas y
permanentes del mundo y de la vida, se convirtió en una forma de saber
del universo, llamada teoría, para abocar más tarde a una investigación
acerca de las cosas en cuanto son; la serie podría aún prolongarse.
Pero el que toda la filosofía parta de una experiencia no significa que esté
encerrada en ella, es decir, que sea una teoría de dicha experiencia. No
toda experiencia es lo suficientemente rica para que la filosofía se
limite a ser su vaciado conceptual, ni toda filosofía es lo
suficientemente original para que implique una experiencia irreductible a
otras. Además, en manera alguna quiere decirse que la filosofía tenga
que ser, ni tan siquiera parcial y remotamente, una prolongación
conceptual de la experiencia básica. La filosofía puede contradecir y
anular la experiencia que le sirve de base, inclusive desentenderse de
ella y hasta anticipar formas nuevas de experiencia. Pero ninguno de estos
actos seria posible sino poniendo el pie en una experiencia básica que
permitiera el brinco intelectual de la filosofía. Esto quiere decir que
una filosofía sólo adquiere fisonomía exacta referida a su experiencia
básica.
Experiencia significa algo adquirido en el transcurso real y efectivo de la vida. No
es un conjunto de pensamientos que el intelecto forja, con verdad o sin
ella, sino el haber que el espíritu cobra en su comercio efectivo con las
cosas. La experiencia es, en este sentido, el lugar natural de la
realidad. Por tanto, cualquier otra realidad necesitará estar implicada y
exigida por la experiencia, sí ha de ser racionalmente ineludible. No
prejuzgamos aquí la índole de esta experiencia: en especial, urge
eliminar de raíz el concepto de experiencia entendida como conjunto de
unos presuntos datos de conciencia. Probablemente, los datos de
conciencia, en cuanto tales, no pertenecen a esa experiencia radical. Se
trata más bien, según decía, de la experiencia que el hombre adquiere
en el comercio efectivo con cosas reales y efectivas.
Sería un grave error identificar esta experiencia con la experiencia personal.
Son escasísimos, quizá, los hombres que poseen una experiencia personal,
en el pleno sentido del vocablo. Pero, aun admitiendo que todos posean
alguna, esta experiencia personal, aun en el caso más rico y favorable,
constituye un núcleo minúsculo e íntimo dentro de un área mucho más
vasta de experiencia no-personal. Esta experiencia no personal se halla
integrada, ante todo, por una capa enorme de experiencia que le llega al
hombre por su convivencia con los demás, sea bajo la forma precisa de
experiencia de otros, sea bajo la forma del precipitado gris de
experiencia impersonal, integrada por los usos, etc., de los hombres de su
entorno. En una zona más periférica, pero enormemente más amplia aún,
se extiende esa forma de experiencia que constituye el mundo, la época y
el tiempo en que se vive.
Y de esta experiencia forma parte no sólo el trato con los objetos, sino
también la conciencia que de sí mismo tiene el hombre, en un triple
sentido: primero, como repertorio de lo que los hombres han pensado acerca
de las cosas, sus opiniones e ideas sobre ellas; en segundo lugar, la
manera peculiar como cada época siente su propia inserción en el
tiempo, su conciencia histórica; finalmente, las convicciones que el
hombre lleva en el fondo de su vida individual, tocantes al origen, al
sentido y al destino de su persona y de la de los demás.
Interesa enormemente subrayar la peculiar relación en que se hallan estos diversos
estratos de experiencia. No es posible tratar de hacerlo en este lugar.
Pero sí es imprescindible dejar consignado que cada una de estas zonas,
dentro de su solidaridad con las demás, como momentos de una experiencia
única, posee una estructura propia y, hasta cierto punto, independiente.
Así, la experiencia, en el sentido de estructura del mundo en una época,
puede, a veces, hallarse incluso en oposición con el contenido de las demás
zonas de experiencia. El judío y el hereje vivieron durante la Edad Media
en un mundo cristiano, dentro del cual eran, por eso, justamente hetero-doxos.
Hoy estamos a punto de que los católicos sean los verdaderos heterodoxos,
relativamente a nuestro mundo descristianizado. En la Edad Media había
mentes heréticas: la mentalidad era, sin embargo, cristiana. Para los
efectos de este trabajo, lo que aquí nos importa es apuntar a la
experiencia básica de una filosofía, en el sentido modesto de dar con la
mentalidad de que parte.
El análisis de esta experiencia básica descubre, en primer lugar, lo que más
salta a la vista: su peculiar contenido. En realidad, es lo que en ciertos
momentos se ha entendido formalmente por historia: la colección de los
llamados hechos históricos. Pero sí la historia pretende ser algo más
que un fichero documental, ha de tratar de hacer inteligible el contenido
de un mundo y de una época.
Y, por lo pronto, toda experiencia surge solamente gracias a una situación.
La experiencia del hombre, como decía, es el lugar natural de la
realidad, gracias, precisamente, a su interna limitación, que le permite
aprehender unas cosas y unos aspectos de ellas, con exclusión de otros.
Toda experiencia tiene un perfil propio y peculiar. Y este perfil es el
correlato objetivo de la situación en que se halla instalado el hombre.
Según esté él situado, así se sitúan las cosas en su experiencia. La
historia ha de tratar de instalar nuestra mente en la situación de los
hombres de la época que estudia. No para perderse en turbias
profundidades, sino para tratar de repetir mentalmente la experiencia de
aquella época, para ver los datos acumulados "desde dentro".
Naturalmente, esto exige un penoso esfuerzo, difícil y prolongado. La
disciplina intelectual que nos lleva a realizarlo se llama filología.
Más aún: la experiencia es siempre experiencia del mundo y de las cosas,
incluyendo al hombre mismo; lo cual supone que el hombre vive, en efecto,
dentro de unas cosas y entre ellas. La experiencia consiste en la forma
peculiar con que las cosas ponen su realidad en las manos del hombre. La
experiencia supone, pues, algo previo. Algo así como la existencia de un
campo visual, dentro del cual son posibles diversas perspectivas. La
comparación indica ya que esa existencia del hombre dentro de las cosas y
entre ellas no es comparable a la de un punto perdido en la infinidad del
vacío. Aun en esta dimensión, aparentemente tan vaga y primaria del
hombre, su existencia es limitada, como lo es el campo visual para los
ojos. Esta limitación llámase, por ello, horizonte. El horizonte no es
una simple limitación externa del campo visual: es más bien algo que, al
limitarlo, lo constituye, y desempeña, por consiguiente, la función de
un principio positivo para él. Tan positivo, que deja justamente ante los
ojos lo que hay fuera de él, como un "mas allá" que no vemos
lo que es y se extiende sin límites, punzando constantemente la más
honda curiosidad del hombre. Porque, en efecto, además de las cosas que
dentro del mundo nacen y mueren, hay otras cosas que entran en el mundo,
acercándose desde el horizonte, o se desvanecen, perdiéndose tras él.
En todo caso, las relaciones de lejanía y proximidad dentro del horizonte
confieren a las cosas su primera dimensión de realidad para el hombre.
Y, como limitante que es, el horizonte tiene que constituirse por algo de
donde surge. Sin ojos, no habría horizonte. Todo horizonte implica un
principio constituyente, un fundamento que le es propio.
Estos tres factores de la experiencia de una época: su contenido, la situación
y el horizonte (a una con su fundamento), son tres dimensiones de la
experiencia de distinta movilidad. La máxima labilidad compete al
contenido mismo de la experiencia: mucho más lento, pero, en definitiva,
muy variable, es el movimiento de la situación; el horizonte varía con
lentitud enorme, tan lentamente, que los hombres casi no tienen conciencia
de su mutación y propenden a creer en su fijeza, mejor dicho,
precisamente por ello, ni se dan cuenta casi de su existencia. Algo
semejante a lo que ocurre al viajero de un avión, cuyo panorama varia tan
insensiblemente como el movimiento de las agujas de un reloj.
[1]
Este cambio no puede asimilarse, contra lo que la metáfora del evolucionismo
biológico aplicada a la historia pudo hacer suponer durante muchos años,
a una especie de crecimiento, madurez y muerte de las épocas, o de las
culturas, como entonces se decía. Esta idea que Spengler asienta como la
base de su libro, es tal vez lo más insostenible de él. La experiencia
que compone una época histórica, con ser el lugar natural de la
realidad, no es mas que eso: su lugar natural. Pero la existencia del
hombre no se limita a estar situada en un lugar, aunque sea real. A su
vez, la "realidad del mundo" no es la realidad de la vida: aquélla
se limita tan sólo a ofrecer a esa otra realidad que se llama hombre un
conjunto infinito de posibilidades de existencia. Las cosas están
situadas, primariamente, en ese sedimento de realidad llamado experiencia
a título de posibilidades ofrecidas al hombre para existir. Entre ellas,
el hombre acepta unas y desecha otras. Esta decisión suya es la que
transforma lo posible en real para su vida. Con ello, el hombre está
sometido a constante cambio porque esa nueva dimensión real que añade a
su vida modifica el cuadro de su experiencia y, por tanto, el conjunto de
posibilidades que le brinda el instante siguiente. Con su decisión, el
hombre emprende una trayectoria determinada, a causa de la cual nunca está
seguro de no haber malogrado definitivamente en un momento tal vez las
mejores posibilidades de su existencia. El momento siguiente presenta un
cuadro completamente distinto: obturadas unas, disminuidas otras,
agigantadas tal vez algunas más, pocas nuevas y originales. Y como la
actualidad de lo posible, en tanto que posible, según nos decía ya Aristóteles,
es el movimiento, así también el ente cuya realidad emerge de sus
posibilidades, es, por esto, un ente móvil. Por serlo, cambia en el
tiempo, no reposa en ningún estado. Las cosas no están en movimiento
porque cambien, sino que cambian porque están en movimiento. Cuando la
actualización de las posibilidades es fruto de una decisión propia,
entonces no solamente hay estados de movimiento, sino acontecimientos. El
hombre es un ente que acontece, y a este acontecer se llama historia.
De tiempo atrás se define precisamente al ser libre el ente que es causa de
sí mismo (Santo Tomás). Por esto resulta que, en el hombre, la raíz de
la historia es la libertad. Lo que no es eso es naturaleza. El error del
idealismo ha estribado en confundir la libertad con la omnímoda
indeterminación. La libertad del hombre es una libertad que, al igual que
la de Dios, sólo existe formalmente en la manera de estar determinado.
Pero, a diferencia de la libertad divina, creadora de las cosas, la
libertad humana sólo se determina eligiendo entre diversas posibilidades.
Como estas posibilidades le están "ofrecidas", y como este
ofrecimiento depende parcialmente, a su vez, de las propias decisiones
humanas, la libertad del hombre adopta la forma de un acontecer histórico.
Del complejo enorme de cuanto habría que decir para estudiar los origenes de
la filosofía ática no me interesa referirme, de momento, más que a la
mentalidad dentro de la cual nace, y aun eso en su aspecto puramente
intelectual. Aplicando a la vida intelectual las últimas consideraciones
que acabamos de apuntar, nos encontramos, por ejemplo, con que el
pensamiento de toda época, además de contener lo que propiamente afirma
o niega, apunta a otros pensamientos distintos y hasta opuestos entre si.
Toda afirmación o negación, en efecto, por rotunda que sea, es
incompleta o, por lo menos, postula otras afirmaciones o negaciones, sólo
unida a las cuales posee plenamente verdad. Por esto decía Hegel que la
verdad es siempre el todo y el sistema. Lo cual no obsta, sin
embargoantes bien, implica,que, dentro de sus límites, una afirmación
sea verdadera o falsa. Frente a ella se ciernen entonces las direcciones
diversas en que puede ser desarrollada. De ellas, unas serán verdaderas;
otras, falsas. Mientras la primitiva afirmación no se vincule
disyuntivamente ni a unas ni a otras, todavía es verdadera. El pensar
humano, que, tomado estáticamente en un momento del tiempo, es lo que es,
por tanto, verdadero o falso, es, tomándolo dinámicamente en su proyección
futura, verdadero y falso, según la ruta que emprendas La cristología de
San Ireneo, por ejemplo, es, naturalmente, verdadera. Pero algunas de sus
afirmaciones o, por lo menos, de sus expresiones, son tales, que, según
se incline el pensamiento un poco más a la derecha o un poco más a la
izquierda, caerá del lado de Arrio o de San Atanasio. Antes de esa decisión
todavía son verdad. Después de ella, lo serán, tomadas en un sentido, y
no lo serán, tomadas en otro. Junto a los pensamientos plenamente
pensados, la historia está llena de esta suerte de pensamientos que podríamos
llamar incoados. O, si se quiere, el pensamiento, además de su dimensión
declarativa, tiene una dimensión incoativa: todo pensamiento piensa algo
con plenitud y comienza a pensar algo germinalmente. Y no se trata del
hecho de que de unos pensamientos puedan deducirse otros por vía de
razonamiento, sino de algo más previo y radical, que afecta no tanto al
conocimiento que el pensar suministra como a la estructura misma del
pensar en cuanto tal. Gracias a ello, el hombre posee una historia
intelectual. Veremos inmediatamente algún caso ejemplar de funcionamiento
de esta forma de pensar incoativa: unos pensamientos que ofrecen dos
posibilidades levemente distintas, de las cuales una ha conducido a la
espléndida floración del intelectualismo europeo, y otra ha llevado a la
mente por las vías muertas de la especulación asiática. Porque no se
trata tan sólo de que esas posibilidades que al pensamiento se ofrecen
sean verdaderas o falsas, sino de que las rutas sean o no vías muertas.
En cada instante de su vida intelectual, cada individuo y cada época se
hallan montados sobre el constitutivo riesgo de avanzar por una vía
muerta.
Probablemente, la acción de Sócrates ha consistido en habernos echado a andar no por
una vía muerta, sino por la que lleva a lo que será el intelecto
europeo entero. La "obra" de Sócrates se inscribe en el
horizonte mental del pensamiento griego. Se sitúa dentro de él de un
modo peculiar, determinado por la dialéctica de las situaciones
anteriores por que han atravesado "los grandes pensadores". Ello
le permite una experiencia especial del hombre y de las cosas, de la que
saldrá en su hora la filosofía de Platón y de Aristóteles.
De Escorial, Madrid, 1940.